Wednesday, October 24, 2007

CC - TOrdinario - 30do (Pagola)

Lucas 18, 9 – 14
CONTRA LA ILUSIÓN DE INOCENCIA
José Antonio Pagola

La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos «suben al templo a orar». Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: «Oh Dios». Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.

Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser «justas», dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.

El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.

Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: «yo no soy como los demás». Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentarse ante Dios con los mismos méritos.

El publicano, por su parte, entra en el templo, pero «se queda atrás». No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. «No se atreve a levantar los ojos al cielo» hacia ese Dios grande e insondable. «Se golpea el pecho», pues siente de verdad su pecado y mediocridad.

Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: «Oh Dios, ten compasión de este pecador».

La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.

A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?

CC - TOrdinario - 29do (Pagola)

Lucas 18, 1 – 8
¿HASTA CUÁNDO VA A DURAR ESTO?
José Antonio Pagola

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un «juez» al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. «No teme a Dios» y «no le importan las personas». Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.

La «viuda» es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas «viudas» son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.

La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su «adversario». Toda su vida se convierte en un grito: «Hazme justicia».

Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.

Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, «¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?».

La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?

De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que «gritarle» que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

Monday, October 08, 2007

CC - TOrdinario - 28d (Pagola)

Lucas 17, 11 – 19
VOLVER A JESÚS DANDO GRACIAS
José Antonio Pagola

Diez leprosos vienen al encuentro de Jesús. La ley les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso, «se paran a lo lejos» y desde allí le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los margina: «Ten compasión de nosotros».

«Al verlos» allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: «Id a presentaros a los sacerdotes». Que los representantes de Dios os den autorización para volver a vuestros hogares. Mientras iban de camino quedaron limpios.

El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre «ve que está curado»: comprende que acaba de recibir algo muy grande; su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, «se vuelve» hacia Jesús. Allí está su Salvador.

Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente. Vuelve exultante. Según Lucas, hace dos cosas. En primer lugar «alaba a Dios a grandes gritos»: Dios está en el origen de su salvación. Luego, se postra ante Jesús y «le da gracias»: éste es el Profeta bendito por el que le ha llegado la compasión de Dios.

Se explica la extrañeza de Jesús: «Los otros nueve, ¿dónde están?». ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes cumpliendo los ritos prescritos?, ¿no han descubierto de dónde llega a su vida la salvación? Luego dice al samaritano: «Tu fe te ha salvado».

Todos los leprosos han sido curados físicamente, pero sólo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado «salvado» de raíz. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía algo enfermo en su interior. ¿Qué es una religión vivida sin agradecimiento? ¿Qué es un cristianismo vivido desde una actitud crítica, pesimista, negativa, incapaz de experimentar y agradecer la luz, la fuerza, el perdón y la esperanza que recibimos de Jesús?

¿No hemos de reavivar en la Iglesia la acción de gracias y la alabanza a Dios? ¿No hemos de volver a Jesús para darle gracias? ¿No es esto lo que puede desencadenar en los creyentes una alegría hoy desconocida por muchos?

CC - TOrdinario - 27d (Pagola)

Lucas 17, 5 – 10
FE MÁS VIVA EN JESÚS
José Antonio Pagola

«Auméntanos la fe». Así le piden los apóstoles a Jesús: «añádenos más fe a la que ya tenemos». Sienten que la fe que viven desde niños dentro de Israel es insuficiente. A esa fe tradicional han de añadirle «algo más» para seguir a Jesús. Y, ¿quién mejor que él mismo para darles lo que falta a su fe?

Jesús les responde con un dicho algo enigmático: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar” y os obedecería». Los discípulos le están pidiendo una nueva dosis de fe, pero lo que necesitan no es eso. Su problema consiste en que la fe auténtica que hay en su corazón, no llega ni a «un granito de mostaza».

Jesús les viene a decir: lo importante no es la cantidad de fe, sino la calidad. Que cuidéis dentro de vuestro corazón una fe viva, fuerte y eficaz. Para entendernos, una fe capaz de «arrancar» árboles como el sicómoro, símbolo de solidez y estabilidad, y de «plantarlo» en medio del lago de galilea (!).

Probablemente, lo primero que necesitamos hoy los cristianos no es «aumentar» nuestra fe y creer más en toda la doctrina que hemos ido formulando a lo largo de los siglos. Lo decisivo es reavivar en nosotros una fe viva y fuerte en Jesús. Lo importante no es creer cosas, sino creerle a él.

Jesús es lo mejor que tenemos en la Iglesia, y lo mejor que podemos ofrecer y comunicar al mundo de hoy. Por eso, nada hay más urgente y decisivo para los cristianos que poner a Jesús en el centro del cristianismo, es decir, en el centro de nuestras comunidades y nuestros corazones.

Para ello necesitamos conocerlo de manera más viva y concreta, comprender mejor su proyecto, captar bien su intención de fondo, sintonizar con él, recuperar el «fuego» que él encendió en sus primeros seguidores, contagiarnos de su pasión por Dios y su compasión por los últimos. Si no es así, nuestra fe seguirá siendo más pequeña que «un granito de mostaza». No «arrancará» árboles ni «plantará» nada nuevo.