Saturday, October 30, 2010

60 Aniversario de ordenación sacerdotal del P. Vicente Gaspar - Homilía (A. Martínez 3.X.2010)

Domingo XXVII del T. O. (ciclo C)
Celebración del 60 aniversario de ordenación sacerdotal del P. Vicente Gaspar
3.X.2010
Malvarrosa

Nos unimos a nuestro hermano, el P. Vicente, para ayudarle a dar gracias al Señor por la predilección de su llamada, de la cual también nosotros somos participantes. Y para ello le ofrecemos esta pequeña meditación sobre las lecturas de hoy a la vez que sobre el acontecimiento de su sexagésimo aniversario de su Ordenación Sacerdotal.

Si vivimos siempre pendientes de la mano de Dios de modo que todo lo conectemos con su divina voluntad, podemos decir que son providenciales las palabras que acabamos de escuchar y que son las que Pablo dirige a su discípulo Timoteo: ‘Querido hermano: aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste cuando te impuse las manos’. Naturalmente son palabras que hoy encajan providencialmente en esta nuestra celebración, y no porque vayan dirigidas sólo a nuestro hermano Vicente, sino que con ocasión de que él las pueda rememorar con mayor presencia en el sexagésimo aniversario de su Ordenación Sacerdotal, también nosotros podamos sentir que van dirigidas a nuestras personas igualmente escogidas por el Señor para su encargo ministerial.

Meditémoslas, pues, en su rico contenido. ‘Aviva el fuego’, dice el apóstol. Dice la tradición que Timoteo siendo de lo más fiel a Pablo era más bien un tanto tímido, y le preocupaba al apóstol que el ambiente agresivo de siempre lo frenara, por eso le recuerda que la elección del Señor es garantía de vigor siempre. De todas formas, que Pablo hable de fuego no nos extraña, pues su alma era una hoguera de amor a Jesús desde el momento que se sintió amado particularmente por Él en el camino a Damasco. Una vida de búsqueda, entrega y fidelidad a la Ley hasta el error quiso el Señor aprovecharla, enderezándola con el sello de su amor; y ya desde ese momento Pablo se convirtió en un volcán con deseos de que toda la tierra ardiera en amor a Nuestro Señor Jesucristo. Y así concibió siempre el ministerio sacerdotal. Aquella escena de ‘Pedro, me amas’ que sin duda Pedro le referiría cuando él subió a Jerusalén a entrevistarse expresamente, según nos lo dice taxativamente en otro lugar, con la cabeza de la Iglesia, para encuadrar en su mente los detalles de la vida de Jesús, los referentes a su Pasión y Resurrección sobre todo, tuvieron que recordarle que también Jesús le había amado a él con aquella queja de: ‘Pablo, qué es lo que yo te he hecho para que me persigas’. Desde entonces la vida de Pablo se iluminó en su mente al experimentar que toda la Ley que él tanto dominaba, tenía un nombre personal en Jesús de Nazaret, hijo de Dios y hermano mayor de toda la humanidad, y a partir de entonces todo su vigor comenzó a vaciarse en su corazón en un amor irrefrenable a este Jesús encarnado y a todos los hombres, incorporados por Él, después de tantos siglos, al pueblo, a la historia de salvación.

Y eso es lo que le recuerda a su discípulo Timoteo: aviva el fuego que se te dio de una manera personalizada cuando te impuse las manos. Si en algún momento nos preguntaran cómo es el alma de un sacerdote, hemos de contestar que la de un ser enamorado de la persona de Nuestro Señor Jesucristo. Y buenos momentos los de estas celebramos (celebraciones) aniversarias para recordarnos si aquel enamoramiento de nuestros años jóvenes se mantiene en su ardor primero. Porque en definitiva qué es lo que el Sacerdote debe y puede ofrecer a las almas que le están encomendadas, sino un poco de amor a Nuestro Señor, porque sólo desde el amor puede uno ser consecuente con un estilo de vida cristiano. Ama al Señor y todo lo demás se te dará por añadidura. Empujar a las almas a que amen a Jesús, ese es nuestro ministerio a través de la imposición de las manos consacratorias, es decir, de los sacramentos. Pero primero o simultáneamente han de sentirnos a nosotros inmersos en ese amor de predilección.

Jugamos siempre con amor, y donde anida el amor se encuentran incólumes las demás virtudes que nos describen las lecturas de hoy: la valentía, la energía espiritual, que es la que mueve el mundo, el buen juicio que siempre versa sobre el servicio al otro, la sencillez, el desprendimiento y olvido de sí del que, fuera del amor, no espera nada y puede decir con la tercera lectura y la recomendación del Señor: ‘Cuando hayáis hecho todo lo mandado, todo lo propio de vuestro ministerio de servidores, deciros a vosotros mismos: somos unos pobres siervos de los demás, hemos hecho lo que teníamos que hacer’. Y si el amor es la primera característica identitaria del sacerdote, el servicio desinteresado es el modo que lo distingue de los demás. Y si amor y servicio se le pide también a todo cristiano en el sacerdote han de tener su máxima expresión y presencia en este mundo, tan necesitado de ellos.

Y finalmente, el amor es el que alimenta la fe en el alma, como nos lo recuerda la primera lectura: si te parece que tarda el Señor en los momentos de dolor, espera porque hade llegar sin retrasarse en los momentos que él tiene destinados, porque el injusto, el hombre sin amor tiene el alma hinchada, ero el justo vive por la fe.

Que estas simple consideraciones nos aviven el amor primero de nuestra juventud y nos mantengan por el amor, el servicio y la fe, las tres características que definen al Sacerdote a la espera del Señor, personal, cuando Él quiera, y a la de la Historia. Amén.

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Friday, October 29, 2010

31DO.II,C - 2010 (Pagola)

Lucas 19,1-10
¿PUEDO CAMBIAR?
José Antonio Pagola

Lucas narra el episodio de Zaqueo para que sus lectores descubran mejor lo que pueden esperar de Jesús: el Señor al que invocan y siguen en las comunidades cristianas «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». No lo han de olvidar.

Al mismo tiempo, su relato de la actuación de Zaqueo ayuda a responder a la pregunta que no pocos llevan en su interior: ¿Todavía puedo cambiar? ¿No es ya demasiado tarde para rehacer una vida que, en buena parte, la he echado a perder? ¿Qué pasos puedo dar?

Zaqueo viene descrito con dos rasgos que definen con precisión su vida. Es «jefe de publicanos» y es «rico». En Jericó todos saben que es un pecador. Un hombre que no sirve a Dios sino al dinero. Su vida, como tantas otras, es poco humana.

Sin embargo, Zaqueo «busca ver a Jesús». No es mera curiosidad. Quiere saber quién es, qué se encierra en este Profeta que tanto atrae a la gente. No es tarea fácil para un hombre instalado en su mundo. Pero éste deseo de Jesús va a cambiar su vida.

El hombre tendrá que superar diferentes obstáculos. Es «bajo de estatura», sobre todo porque su vida no está motivada por ideales muy nobles. La gente es otro impedimento: tendrá que superar prejuicios sociales que le hacen difícil el encuentro personal y responsable con Jesús.

Pero Zaqueo prosigue su búsqueda con sencillez y sinceridad. Corre para adelantarse a la muchedumbre, y se sube a un árbol como un niño. No piensa en su dignidad de hombre importante. Sólo quiere encontrar el momento y el lugar adecuado para entrar en contacto con Jesús. Lo quiere ver.

Es entonces cuando descubre que también Jesús le está buscando a él pues llega hasta aquel lugar, lo busca con la mirada y le dice: "El encuentro será hoy mismo en tu casa de pecador". Zaqueo se baja y lo recibe en su casa lleno de alegría. Hay momentos decisivos en los que Jesús pasa por nuestra vida porque quiere salvar lo que nosotros estamos echando a perder. No los hemos de dejar escapar.

Lucas no describe el encuentro. Sólo habla de la transformación de Zaqueo. Cambia su manera de mirar la vida: ya no piensa sólo en su dinero sino en el sufrimiento de los demás. Cambia su estilo de vida: hará justicia a los que ha explotado y compartirá sus bienes con los pobres.

Tarde o temprano, todos corremos el riesgo de "instalarnos" en la vida renunciando a cualquier aspiración de vivir con más calidad humana. Los creyentes hemos de saber que un encuentro más auténtico con Jesús puede hacer nuestra vida más humana y, sobre todo, más solidaria.

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31DO.II,C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet, escolapio
La escena evangélica de hoy sucede en Jericó, el oasis de las palmeras, cercano al Mar Muerto. Allí se da el encuentro de Jesús con aquel hombre que estaba subido a una higuera. Toda la vida pidiéndonos que estuviéramos a pie de suelo y por esta vez, subirse a la higuera trae la vida.

Las pruebas que Zaqueo aporta de su conversión radical al bien, a la justicia, a la fraternidad y a la solidaridad son fehacientes. Demuestra un cambio total de mentalidad y de conducta, es decir, una conversión auténtica. Su pequeña figura se agiganta gracias al amor que le hace crecer, liberándolo de su egoísmo explotador. Al renunciar al afán de acumular, optó por la alegría de compartir con los demás lo que poseía.

A todas luces, el encuentro de Zaqueo con Jesús fue un hecho liberador. Los frutos de la conversión al reino de Dios se orientan, como en el caso de Zaqueo, a la justicia y fraternidad que liberan al hermano. Porque la conversión que Dios nos pide es conversión a la justicia de su reino en sentido pleno, es decir, opción por la fidelidad a Dios y a los hombres.

El verdadero seguidor de Cristo se aplica con pasión a la tarea de salvar lo perdido, mediante la fraternidad profunda entre los hombres. Ésta empieza viviéndose a nivel cordial o afectivo, y se expresa necesariamente en el compartir con los demás las oportunidades de la vida y los bienes del mundo para saciar el hambre humana en todos sus niveles: físico, cultural, social y religioso. La señal de que hemos resucitado con Cristo a la vida de Dios será que amamos a los demás.

La liberación integral del hombre es el objetivo declarado de la fe en Cristo, y es el camino de amor y servicio propios del discípulo de Jesús que, en la Eucaristía, tiene parte en su cuerpo entregado y en su sangre derramada para la salvación del mundo. Por eso los cristianos hemos de ofrecer al mundo el rostro nuevo de un cristianismo próximo al hombre.

Sigamos constantes en nuestra oración común.

Ánimo y buena semana,
Francesc Mulet

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30DO.II,C - 2010 (Pagola)

Lucas 18,9-14
LA POSTURA JUSTA
José Antonio Pagola

Según Lucas, Jesús dirige la parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero, ¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.

El fariseo es un observante escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.

En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y exhibirse como superior a los demás.

Este hombre no sabe lo que es orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración "atea". Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.

La oración del publicano es muy diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador. Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

Este hombre sabe que no puede vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad.

El fariseo no se ha encontrado con Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa conciencia brota su oración: «Ten compasión de este pecador».

Los dos suben al templo a orar, pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El recaudador, por el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.

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30DO.II,C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet, escolapio

Al pronunciar la parábola evangélica de hoy Jesús pensaba en "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás", es decir, los fariseos. Idea que el Señor plasma gráficamente y por contraste en dos protagonistas: el fariseo y el publicano. La conclusión de la parábola es que el miserable publicano consigue el favor de Dios, y el fariseo sin tacha no.

Dos tipos de religiosidad: El fariseo encarna el modelo autosuficiente, que se apunta a la contabilidad del mérito. Su oración a Dios parece ser de agradecimiento; de hecho, no es oración ni acción de gracias. Porque, según él, es Dios quien tiene que pagarle sus propios méritos, acumulados mediante una observancia legal tan exacta y generosa que incluso va más allá de lo prescrito por la ley mosaica. El publicano o recaudador de impuestos, es el reverso de la medalla. En su oración empieza por reconocerse pecador y culpable ante Dios. Se da cuenta de que el contacto con el Dios santo le urge una conversión radical de su mala vida. Su inventario espiritual está vacío por completo. De hecho, su currículum es impresentable: ladrón y usurero, sanguijuela de pobres, huérfanos y viudas, violador obstinado de la ley, avariento y estafador. Dechado de sinvergüenzas, pertenece a la casta de los hombres perdidos sin remedio.

Sin embargo, el desenlace de la escena del templo es que el publicano vuelve a su casa justificado por Dios, pues halló gracia ante él, y el fariseo no; porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Los prototipos contrapuestos del fariseo y del publicano quieren decir que somos fariseos cada vez que apelamos a nuestra buena conciencia, nuestro cumplimiento cultual, nuestra mayor cultura o status religioso y social, para creernos mejores y despreciar a los "nuevos publicanos": marginados, mendigos, alcohólicos, drogadictos, divorciados, madres solteras, prostitutas, timadores, aprovechados, gitanos, emigrantes, etc.

Por tanto, en su lectura actual, los destinatarios de la misma son los creyentes, cumplidores y devotos que ceden a la tentación de instalarse en su buena conducta y son proclives a la intransigencia y la descalificación de los demás. Por desgracia, sigue vivo el fariseísmo, esa actitud religiosa que nos impide vernos tal como somos, y que falsea nuestra relación con Dios y con los hermanos. Es constatable que esa religiosidad de escaparate no es cosa del pasado; no ha muerto ni morirá nunca, pues su fundamento es la perenne soberbia humana. Casi nadie está exento de su contaminación. Todos poseemos parcelas personales de fariseísmo, a veces incluso reconociéndonos pecadores sin creérnoslo; una falsa humildad es la forma más refinada de orgullo.

Sigamos constantes y humildes en la oración.

Buena semana y un abrazo,
P. Francesc Mulet

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29DO.II,C - 2010 (Pagola)

Lucas 18,1-8
EL CLAMOR DE LOS QUE SUFREN
José Antonio Pagola

La parábola de la viuda y el juez sin escrúpulos es, como tantos otros, un relato abierto que puede suscitar en los oyentes diferentes resonancias. Según Lucas, es una llamada a orar sin desanimarse, pero es también una invitación a confiar que Dios hará justicia a quienes le gritan día y noche. ¿Qué resonancia puede tener hoy en nosotros este relato dramático que nos recuerda a tantas víctimas abandonadas injustamente a su suerte?

En la tradición bíblica la viuda es símbolo por excelencia de la persona que vive sola y desamparada. Esta mujer no tiene marido ni hijos que la defiendan. No cuenta con apoyos ni recomendaciones. Sólo tiene adversarios que abusan de ella, y un juez sin religión ni conciencia al que no le importa el sufrimiento de nadie.

Lo que pide la mujer no es un capricho. Sólo reclama justicia. Ésta es su protesta repetida con firmeza ante el juez: «Hazme justicia». Su petición es la de todos los oprimidos injustamente. Un grito que está en la línea de lo que decía Jesús a los suyos: "Buscad el reino de Dios y su justicia".

Es cierto que Dios tiene la última palabra y hará justicia a quienes le gritan día y noche. Ésta es la esperanza que ha encendido en nosotros Cristo, resucitado por el Padre de una muerte injusta. Pero, mientras llega esa hora, el clamor de quienes viven gritando sin que nadie escuche su grito, no cesa.

Para una gran mayoría de la humanidad la vida es una interminable noche de espera. Las religiones predican salvación. El cristianismo proclama la victoria del Amor de Dios encarnado en Jesús crucificado. Mientras tanto, millones de seres humanos sólo experimentan la dureza de sus hermanos y el silencio de Dios. Y, muchas veces, somos los mismos creyentes quienes ocultamos su rostro de Padre velándolo con nuestro egoísmo religioso.

¿Por qué nuestra comunicación con Dios no nos hace escuchar por fin el clamor de los que sufren injustamente y nos gritan de mil formas: "Hacednos justicia"? Si, al orar, nos encontramos de verdad con Dios, ¿cómo no somos capaces de escuchar con más fuerza las exigencias de justicia que llegan hasta su corazón de Padre?

La parábola nos interpela a todos los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio de nuestros intereses, sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el mundo? ¿Y si orar fuese precisamente olvidarnos de nosotros y buscar con Dios un mundo más justo para todos?

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29DO.II,C - 2010 (Mulet)

29 domingo
Francesc Mulet, escolapio

El comienzo de la parábola evangélica del domingo -el juez corrupto y la viuda suplicante- señala la finalidad de la misma en labios del Señor: "Para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, Jesús les propuso esta parábola". La oración, cuando es auténtica como la que Jesús nos enseñó y practicó, brota de una fe viva, la expresa y la alimenta. El problema de la oración es siempre cuestión de fe, trátese de la práctica o de la eficacia de la oración. Se dice que hoy día hay una crisis profunda de oración entre los creyentes. ¿Razón? Porque hay quiebra también en la fe, tanto a nivel personal como comunitario. Por eso hemos de alimentar esa fe en su fuente, que es la palabra de Dios en la Escritura, como recuerda san Pablo a su discípulo Timoteo en la segunda lectura de hoy.

Necesitamos la oración, como la tierra seca y agrietada clama desesperadamente por el agua que la vivifique; porque la plegaria hace germinar la fe adormecida. Mantenerse en pie como discípulos de Cristo hoy día a pesar de la increencia declarada, la injusticia, el desamor y los ídolos de muerte que quieren avasallarnos, es cuestión de fe, oración y contacto con el Dios que da vida.

La oración es nuestro encuentro con Dios, un diálogo abierto del hombre con el Tú absoluto. Comenzamos por escuchar a Dios cuando entramos en contacto con su palabra, a través de la lectura bíblica o de una hermosa homilía que nos impresiona, en una celebración eucarística viva, en un hecho o acontecimiento de la vida que nos impacta. En todos estos casos hay un encuentro con Dios que debe prolongarse después en la oración que suscita.

Por eso, a veces, rezar no es más que abandonarse al Espíritu. Pues también hay una oración en silencio, un encuentro sin palabras. Como la de aquel agricultor que se pasaba largos ratos en la iglesia. Al preguntarle el santo Cura de Ars, Juan Mª Vianney, qué hacia durante tantas horas frente al sagrario, el campesino le contestó con la mayor naturalidad: "Yo le miro y él me mira".

Pues ánimo y a seguir adelante. Confiados que el Señor nos lleva en la palma de su mano.

Buena semana y un fuerte abrazo,

Francesc Mulet

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283DO.II,C - 2010 (Pagola)

Lucas 17,11-19
CURACIÓN
José Antonio Pagola

El episodio es conocido. Jesús cura a diez leprosos enviándolos a los sacerdotes para que les autoricen a volver sanos a sus familias. El relato podía haber terminado aquí. Al evangelista, sin embargo, le interesa destacar la reacción de uno de ellos.

Una vez curados, los leprosos desaparecen de escena. Nada sabemos de ellos. Parece como si nada se hubiera producido en sus vidas. Sin embargo, uno de ellos «ve que está curado» y comprende que algo grande se le ha regalado: Dios está en el origen de aquella curación. Entusiasmado, vuelve «alabando a Dios a grandes gritos» y «dando gracias a Jesús».

Por lo general, los comentaristas interpretan su reacción en clave de agradecimiento: los nueve son unos desagradecidos; sólo el que ha vuelto sabe agradecer. Ciertamente es lo que parece sugerir el relato. Sin embargo, Jesús no habla de agradecimiento. Dice que el samaritano ha vuelto «para dar gloria a Dios». Y dar gloria a Dios es mucho más que decir gracias.

Dentro de la pequeña historia de cada persona, probada por enfermedades, dolencias y aflicciones, la curación es una experiencia privilegiada para dar gloria a Dios como Salvador de nuestro ser. Así dice una célebre fórmula de san Ireneo de Lion: "Lo que a Dios le da gloria es un hombre lleno de vida". Ese cuerpo curado del leproso es un cuerpo que canta la gloria de Dios.

Creemos saberlo todo sobre el funcionamiento de nuestro organismo, pero la curación de una grave enfermedad no deja de sorprendernos. Siempre es un "misterio" experimentar en nosotros cómo se recupera la vida, cómo se reafirman nuestras fuerzas y cómo crece nuestra confianza y nuestra libertad.

Pocas experiencias podremos vivir tan radicales y básicas como la sanación, para experimentar la victoria frente al mal y el triunfo de la vida sobre la amenaza de la muerte. Por eso, al curarnos, se nos ofrece la posibilidad de acoger de forma renovada a Dios que viene a nosotros como fundamento de nuestro ser y fuente de vida nueva.

La medicina moderna permite hoy a muchas personas vivir el proceso de curación con más frecuencia que en tiempos pasados. Hemos de agradecer a quienes nos curan, pero la sanación puede ser, además, ocasión y estímulo para iniciar una nueva relación con Dios. Podemos pasar de la indiferencia a la fe, del rechazo a la acogida, de la duda a la confianza, del temor al amor.

Esta acogida sana de Dios nos puede curar de miedos, vacíos y heridas que nos hacen daño. Nos puede enraizar en la vida de manera más saludable y liberada. Nos puede sanar integralmente.

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28DO.II,C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet, escolapio

Es frecuente que los textos evangélicos de los domingos nos presenten curaciones de enfermos por parte de Jesús. Casos como el del evangelio de hoy nos invitan a reflexionar sobre los milagros de Jesús para entenderlos debidamente. En primer lugar, estos relatos de milagros se atienen a las leyes del género literario que constituían entonces las narraciones de "prodigios", conforme a esquemas hechos y en un lenguaje que no es científico, sino popular.

Cuando Cristo realizaba sus milagros, no se proponía hacer alarde de su categoría divina, a lo que más bien se opuso siempre. Por eso hemos de rectificar interpretaciones de los milagros que resultan anticuadas. Los milagros de Jesús deben enfocarse más bien desde la perspectiva liberadora del reino de Dios, como signos mesiánicos del mismo. Porque así lo hizo Jesús mismo en repetidas ocasiones: en la sinagoga de Nazaret y en la respuesta al Bautista y a los fariseos. Los milagros de Jesús son signos y señales de la presencia salvadora del reino de Dios y parte integrante de la buena nueva que Cristo anunció con palabras y obras.

Los milagros brotaban de la fe en Jesús; es decir, era la fe de los destinatarios lo que suscitaba la acción del poder divino que residía en Jesús de Nazaret. El dicho popular "la fe hace milagros" es de una certera exactitud bíblica. Pues era la fe de los enfermos que le suplicaban y confiaban en el poder de un hombre de Dios -como en el evangelio de hoy los diez leprosos-, lo que suscitaba la intervención extraordinaria de Dios en la persona, palabra y obra de Jesús.

Cada milagro de Cristo proclama que él es fuente de vida, esperanza y liberación para el hombre amado de Dios. La intención y el significado más profundo de los milagros de Jesús radica en su misterio pascual, en su victoria sobre la muerte por medio de su resurrección, que es el mayor de sus milagros.

Todos los milagros de Cristo fueron siempre favor y nunca castigo. Tal ejemplo liberador de Jesús, cómo en el evangelio de hoy, nos señala un camino de compromiso cristiano con la liberación del dolor de nuestros semejantes en cualquiera de sus manifestaciones: enfermedad, hambre, miseria, ignorancia y opresión.

Te pido de nuevo que oremos mutuamente.

Buena semana y un abrazo fraterno,

Francesc Mulet

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27DO.II,C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet, escolapio

En la escena evangélica de hoy tenemos una petición directa de los apóstoles al Señor: "Auméntanos la fe". Súplica que responde a una situación vacilante de los discípulos o de la comunidad cristiana en que se gestó la redacción de los evangelios; situación de crisis, frecuente por lo demás en la vida No es gratuito afirmar que corren tiempos difíciles para la fe. Nunca ha sido fácil creer de verdad, pero la duda parece ser hoy constitutivo normal del esquema existencial de muchas personas; hoy, cuando han caído tantos apoyos ambientales y hay menos condicionamientos sociales.

La crisis de fe no sólo es religiosa, también humana. La increencia se hace extensiva a todo programa político, social y económico. Surge el desencanto, el escepticismo y la indiferencia, tanto en los adultos como en las nuevas generaciones.

Aunque parezca desilusionante, la fe no nos da ventaja temporal alguna, ni es estatuto de privilegiados, ni droga alienante o anestesia ante la dura realidad, ni talismán mágico para resolver los problemas sin costo adicional. Tampoco es posesión vitalicia, adquirida de una vez para siempre. Sin embargo la fe, don gratuito de Dios que hemos de pedir continuamente, lo es todo en la vida del cristiano, porque nos da una luz que todo lo ilumina, porque es alegría, optimismo, fuerza de Dios que nos infunde el temple y el talante de Jesús, un estilo nuevo para enfrentarnos a la vida y dar la cara por Cristo. Por eso la fe en Dios es progresista y constructora de un mundo mejor.

Profundicemos y personalicemos cada vez más nuestra fe mediante la oración, el estudio, la lectura bíblica, la meditación y los grupos de fe para la acción. Porque la fe no se cultiva mediante el trato profundo con Dios en la oración, acaba por morir.

Aquí en Gandía, celebraremos a Sant Francesc de Borja. Oremos mutuamente y sigamos adelante,

Francesc Mulet

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