Thursday, March 25, 2010

1SS.C - Domingo Ramos - 2010 (Pagola)

Lucas 22, 14-23, 56
¿QUÉ HACE DIOS EN UNA CRUZ?
José Antonio Pagola

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.

Las preguntas son inevitables: ¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?

Un "Dios crucificado" constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.

El "Dios crucificado" no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.

Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.

Este "Dios crucificado" no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.

Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el "Dios crucificado". Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el "Dios crucificado" y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.

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1SS.c - Domingo Ramos - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet, escolapio

La lectura de la pasión del Señor es tan sobrecogedora y elocuente por sí misma que se impone el silencio para meditarla y vivenciarla en la fe y en el amor. Los actores del drama hicieron su papel, pero el apuntador era Dios que movía los hilos conforme a su proyecto salvador. Tampoco nosotros somos meros espectadores de butaca, sino actores en escena; pues Cristo muere por nuestra causa. Será, pues, más sincero y realista reconocer nuestra parte de culpa, no lavarnos las manos hipócritamente como Pilatos, y preguntarnos: ¿Por qué soy cristiano y qué clase de discípulo de Cristo soy?

El domingo de Ramos es el punto de partida para la semana grande de la fe cristiana. Dada su importancia, no podemos trivializarla con mero turismo y vacaciones, ni desperdiciarla desde el punto de vista religioso.

Sin quedarnos en la superficie de los pasos de las procesiones, tratemos de avivar la fe que da sentido a nuestra vida, asimilando los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús.

Buena y santa semana tengas.
Ánimo en la cercanía de la Pascua.

Un abrazo,
Francesc Mulet

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Wednesday, March 24, 2010

5DC.C - 2010 (Pagola)

Juan 8, 1-11
REVOLUCIÓN IGNORADA
José Antonio Pagola

Le presentan a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?»

Jesús no soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».

Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».

Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.

Los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de "la revolución ignorada" por el cristianismo.

Lo cierto es que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.

¿No ha de tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?

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5DC.C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet, escolapio

Magnífica lección evangélica. Así rehabilita a la persona el perdón de Dios. Jesús no demuestra aquí una indulgencia especial para los pecados de la carne sino que, en un delicado equilibrio, absuelve al pecador.

Estamos siempre dispuestos para condenar a los demás. Aunque todos somos imperfectos, acusando a los demás como fiscales nos creemos inocentes. Nos parece lo más natural echar la culpa a los otros. Aquellos fariseos del evangelio no eran mucho peores que nosotros, que percibimos nítidamente la motita en el ojo del otro y no vemos la viga en el nuestro. Sin embargo, es un contrasentido clamoroso el constituirnos jueces de los demás. Eso es competencia exclusiva de Dios, el único que conoce íntegramente a la persona con sus condicionamientos sicológicos y sus limitaciones de la libertad, y por ende la responsabilidad y culpabilidad de cada uno.

Además de juzgar a los demás, todos, más o menos inconscientemente, tendemos a pensar que el mundo sería mejor y la sociedad más justa si cambiaran los demás, cuyos defectos bien conocemos, y se transformaran las leyes y estructuras sociales que impiden ser más humanos a las personas. Y así, como jueces improvisados, justificamos nuestro egoísmo visceral, nuestra apatía, nuestra comodidad y nuestra inacción.

Hoy es ocasión de preguntarnos en qué podemos mejorar una situación que lamentamos en torno nuestro: crisis matrimonial y familiar, divorcio y aborto, insolidaridad e inseguridad, droga y desempleo, crispación y violencia. A estas preguntas muchos contestan llanamente: nada. Sin embargo hay mucho que puede y debe cambiar en nuestra vida personal, en las relaciones personales, laborales y económicas, políticas y sociales.

Estamos al final de la cuaresma, enfilando ya la recta final hacia la Pascua. Aprovechemos la oportunidad de conversión y hagamos la experiencia del amor y misericordia de Dios.

Un abrazo cordial
Francesc Mulet

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4DC.C - 2010 (Pagola)

Lucas, 15, 1-3.11-32
EL OTRO HIJO
José Antonio Pagola

Sin duda, la parábola más cautivadora de Jesús es la del "padre bueno", mal llamada "parábola del hijo pródigo". Precisamente este "hijo menor" ha atraído siempre la atención de comentaristas y predicadores. Su vuelta al hogar y la acogida increíble del padre han conmovido a todas las generaciones cristianas.

Sin embargo, la parábola habla también del "hijo mayor", un hombre que permanece junto a su padre, sin imitar la vida desordenada de su hermano, lejos del hogar. Cuando le informan de la fiesta organizada por su padre para acoger al hijo perdido, queda desconcertado. El retorno del hermano no le produce alegría, como a su padre, sino rabia: «se indignó y se negaba a entrar» en la fiesta. Nunca se había marchado de casa, pero ahora se siente como un extraño entre los suyos.

El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha acogido a su hermano. No le grita ni le da órdenes. Con amor humilde «trata de persuadirlo» para que entre en la fiesta de la acogida. Es entonces cuando el hijo explota dejando al descubierto todo su resentimiento. Ha pasado toda su vida cumpliendo órdenes del padre, pero no ha aprendido a amar como ama él. Ahora sólo sabe exigir sus derechos y denigrar a su hermano.

Ésta es la tragedia del hijo mayor. Nunca se ha marchado de casa, pero su corazón ha estado siempre lejos. Sabe cumplir mandamientos pero no sabe amar. No entiende el amor de su padre a aquel hijo perdido. Él no acoge ni perdona, no quiere saber nada con su hermano. Jesús termina su parábola sin satisfacer nuestra curiosidad: ¿entró en la fiesta o se quedó fuera?

Envueltos en la crisis religiosa de la sociedad moderna, nos hemos habituado a hablar de creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular... Mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, Dios nos sigue esperando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos.

El "hijo mayor" es una interpelación para quienes creemos vivir junto a él. ¿Qué estamos haciendo quienes no hemos abandonado la Iglesia? ¿Asegurar nuestra supervivencia religiosa observando lo mejor posible lo prescrito, o ser testigos del amor grande de Dios a todos sus hijos e hijas? ¿Estamos construyendo comunidades abiertas que saben comprender, acoger y acompañar a quienes buscan a Dios entre dudas e interrogantes? ¿Levantamos barreras o tendemos puentes? ¿les ofrecemos amistad o los miramos con recelo?

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4DC.C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet i Ruís, escolapio

La parábola del hijo pródigo, que se proclama como evangelio, es un resumen de la historia de la salvación y una síntesis de la historia personal de cada creyente.

Quizá con buena voluntad, pero con estrechez de miras, los observantes fariseos se habían hecho una idea de Dios a su medida. Pues bien, por la enseñanza y conducta de Jesús debieran ver que no responde a la realidad. Dios es más compasivo y menos exigente de lo que ellos se imaginaban; por eso nos ofrece siempre a todos la posibilidad de un perdón que regenera a la persona para una existencia nueva, como al hijo perdido y recuperado. Cuando Dios perdona nuestros pecados rompe la ficha del archivo y comienza historial nuevo.

La parábola es la escenificación de la misericordia de Dios, significado en el padre; es un canto al amor perdonador de Dios; es el resumen de la buena nueva de Jesús; es una sublime radiografía del corazón de Dios Padre, de sus hijos los hombres, y de los hermanos entre sí; es, en suma, una muestra esplendorosa del gozo del perdón y de la reconciliación.

Identificados en la conversión con el hijo pródigo y reconciliados con Dios, pasemos a vivir la conversión en la penitencia de la vida: corregir los fallos de nuestro carácter; ser consecuentes con la opción cristiana que hemos hecho, aunque en algún momento tengamos que hacer rupturas drásticas y dolorosas; actuar sin dejarse bloquear por los complejos, las auto-justificaciones, el amor propio herido, el resentimiento y la susceptibilidad; abordar con fe y coraje las sorpresas de la vida; no amargarse ni amargar a los demás con la crítica destructiva; perdonar al que, según creemos, nos ha hecho daño; responder evangélicamente a una provocación; remontar las situaciones adversas sin hacerse la víctima ni estancarse en lamentos estériles; perseverar y ser constantes ,en el bien; etc.

Es necesario no cansarse y seguir adelante, no perdamos la esperanza y la utopía del evangelio. ¡Adelante!

Un abrazo cordial,
Francesc Mulet

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3DC.C - 2010 (Pagola)

Lucas 13, 1-9
¿DÓNDE ESTAMOS NOSOTROS?
José Antonio Pagola

Unos desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.

No sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo?

Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».

La respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios "justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.

Después, cambia la perspectiva del planteamiento. No se detiene en elucubraciones teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.

Todavía vivimos estremecidos por el trágico terremoto de Haití. ¿Cómo leer esta tragedia desde la actitud de Jesús? Ciertamente, lo primero no es preguntarnos dónde está Dios, sino dónde estamos nosotros. La pregunta que puede encaminarnos hacia una conversión no es "¿por qué permite Dios esta horrible desgracia?", sino "¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en la miseria, tan indefensos ante la fuerza de la naturaleza?".

Al Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas a una divinidad lejana, sino identificándonos con las víctimas. No lo descubriremos protestando de su indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor en Haití y en el mundo entero. Entonces, tal vez, intuiremos entre luces y sombras que Dios está en las víctimas, defendiendo su dignidad eterna, y en los que luchan contra el mal, alentando su combate.

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3DC.C - 2010 (Mulet)

Francesc Mulet

A partir de este tercer domingo de cuaresma la liturgia de la palabra se centra abiertamente en el tema de la conversión para la renovación bautismal.

El evangelio de hoy tiene dos unidades bien diferenciadas: Comentario de Jesús a dos tristes sucesos y parábola de la higuera estéril. La desgracia no es castigo de Dios, sino ocasión y aviso para la conversión, dice Jesús. La razón estriba en que Dios no es vengativo ni se complace en la muerte del pecador sino en que se convierta y viva. A su vez, la parábola de la higuera estéril refleja la misericordia de Dios y manifiesta su paciencia que espera de nosotros frutos de conversión. Todavía es tiempo de convertirse y dar fruto para Dios, aprovechando la oportunidad de la cuaresma.

Para convertirse hay que desinstalarse: Lo primero que debemos cambiar es nuestra manera de pensar, para asimilar los criterios de Jesús y su estilo de conducta tal como lo expresó en todo el conjunto de su vida y doctrina, por ejemplo en las bienaventuranzas. Así, convertiremos el corazón a la pobreza y el desprendimiento, al perdón y la fraternidad, a la paz y la concordia, a la limpieza de corazón y la misericordia, al amor y la justicia, a la alegría y la generosidad, al aguante y la esperanza.

Así como se crece en desarrollo físico, en conocimientos, en fuerza y en años, de forma paralela se debe crecer psíquica y personalmente, es decir, en madurez y en valores personales, aun cuando físicamente uno entre en la edad descendente cuyo proceso es imparable. Sin embargo, psíquica y espiritualmente siempre podemos y debemos seguir creciendo en cristiano hasta el último momento: crecer hasta la medida del discípulo perfecto de Cristo. Para lograr este ideal hemos de convertirnos con todo nuestro ser al reino de Dios. Hoy como ayer el reino de Dios sufre tensión y solamente los esforzados le dan alcance.

Buen comienzo de mes y adelante en nuestra cuaresma.

Un abrazo fraterno,
Francesc Mulet i Ruís

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